A principios de 2004 Mark Shuttleworth se tomó unas vacaciones curiosas. El multimillonario que había vendido Thawte a Verisign en 1999 por 575 millones de dólares y se había convertido en el segundo turista espacial de la historia quería darle forma a una idea que había tenido: la de crear una distribución Linux distinta basándose en Debian, que desde hacía años era una de las más reputadas en ese segmento.
Así que cogió un pasaje en el rompehielos Kapitan Khlebnikov y se fue a la Antártida con algo de lectura ligera: seis meses de mensajes de la lista de correo de Debian. Su objetivo: encontrar a las personas que pudieran ayudarle a dar forma a aquel proyecto. Aún sin nombre, la primera denominación que se dio a sí mismo aquel grupo fue "Super Secret Debian Startup". Mark Shuttleworth no tardaría en proponer un nombre distinto para el proyecto: Ubuntu.
Cambiando la historia de Linux
Linux (utilizaré esta denominación para acortar, no entremos ahora en si habría que usar este nombre, o el más formal, GNU/Linux) era hasta el momento un sistema operativo claramente orientado a usuarios avanzados de informática. Sus prestaciones eran en muchos apartados superiores a los sistemas operativos de la época, y desde la segunda mitad de la década de los 90 algunas distribuciones habían comenzado a tratar de atraer a ese público eminentemente técnico.
Mientras tanto, Windows y Mac OS (por entonces aún se llamaba así) estaban dirigidos a un público mucho más masivo, algo que acabaría relegando más y más a Linux a entornos académicos, empresariales, científicos o, como decimos, de usuarios avanzados de informática. Aunque algunas distribuciones y sobre todo algunos entornos de escritorio como KDE y GNOME trataban de mejorar la usabilidad del sistema operativo, las distribuciones (o distros) más famosas de la época no acababan de dar con la tecla que permitiera tratar de convencer a usuarios con menos conocimientos.
En 2004 el pescado parecía estar vendido en materia de sistemas operativos. Windows XP ya se había asentado como el sistema operativo más sólido de Microsoft -que no se imaginaba la longevidad que tendría esa versión-, y Apple había lanzado un prodigioso Mac OS X (todavía con el "Mac" delante) y se preparaba para un revolucionario salto a arquitecturas Intel en lugar de sus tradicionales PowerPC.
Pero para Mark Shuttleworth aún había sitio en el mercado. Linus Torvalds no se había conformado en el 91 cuando creó el kernel Linux que dio vida a toda una revolución en el mundo Open Source, y Mark Shuttleworth tampoco quiso conformarse en 2004 con las distribuciones Linux que había en el mercado. Ninguna resolvía el problema fundamental de usabilidad que hacía que Linux no acabase de triunfar en el escritorio. Lo que no sabía este emprendedor es que el legendario "año de Linux en el escritorio" jamás llegaría. Por intentarlo que no quede, se diría seguramente Shuttleworth a sí mismo.
Comienza la revolución
El bug número uno que pretendía resolver Ubuntu era singular. "Microsoft tiene una cuota de mercado mayoritaria", rezaba aquel objetivo prioritario. La idea, por supuesto, era la de darle la vuelta a la tortilla, aunque aquella filosofía cambiaría a lo largo de los años. Puede que en Canonical se dieran cuenta de la realidad -era prácticamente imposible solventar ese bug- pero lo consideraron cerrado y el propio Shuttleworth argumentó que "es mejor para nosotros intentar centrarnos en nuestro intento de lograr la excelencia por nosotros mismos, en lugar de impactar en el producto de otros".
Una frase que cerraba una etapa y que demostraba el largo trecho que ya entonces -mayo de 2013- había recorrido Ubuntu. Un camino que probablemente pocos imaginaban que llegaría a este punto. En octubre de 2004 se lanzaba -atentos al mensaje de lanzamiento- Ubuntu 4.10 Warty Warthog, y aquella distribución ya sentaba las bases de la primera característica definitoria de Ubuntu: la de usar el número de año y número de mes para diferenciar su versión, además de ofrecer un apelativo muy original (y rarito, por qué no decirlo) que siempre se componía del nombre de un animal y de un calificativo.
Y en ambos casos, también raritos. Esos nombres comenzaron a seguir el orden alfabético desde Ubuntu 6.06 Dapper Drake, que se convertiría en la primera edición de soporte ampliado (Long Term Support), y de hecho la presentación de esos nombres en clave se ha convertido desde entonces en un pequeño acontecimiento en sí mismo. Tanto, que el pasado 20 de octubre, el día que se cumplía el décimo aniversario de Ubuntu, Mark Shuttleworth no parecía prestar atención a ese aniversario y aprovechaba, eso sí, para presentarnos el nombre de Ubuntu 15.04: Vivid Vervet.
Aquella primera versión de Ubuntu demostraba estar muy verde, pero ya apuntaba maneras. La idea de Ubuntu era la de enfocarse en la usabilidad del sistema operativo. Durante mucho tiempo esgrimieron la frase "Linux para seres humanos", -como si los usuarios avanzados no fueran humanos, ups-, pero lo cierto es que Ubuntu fue desde sus inicios la primera distribución Linux que precisamente dio un giro radical a su enfoque. La idea era conquistar al usuario de a pie, algo que no habían acometido con suficiente ambición distribuciones clásicas de la época como SUSE Linux o Red Hat, que pronto abandonarían ese enfoque para centrarse totalmente en la gran empresa.
Las revoluciones iniciadas por Ubuntu no solo afectaban a esa conquista del escritorio y del usuario final, sino al propio ciclo de desarrollo, que se tornó frenético con esas ediciones cada seis meses que hemos seguido viendo una y otra vez desde esos primeros años. Solo una vez no cumplieron con aquel ciclo -precisamente en aquella primera LTS, Ubuntu 6.06- porque durante toda su historia hemos podido estar seguros de que a finales de abril y finales de octubre tendríamos una nueva edición de Ubuntu.
Buscando su propio camino
Yo ya era usuario de Linux cuando Ubuntu apareció en el mercado: en junio de 1996, cuando llevaba un año haciendo mis pinitos en el mundo del periodismo tecnológico, ya publicaba mi particular experiencia con Linux en un Amiga 1200, la primera máquina para la que instalé aquel sistema operativo. Había pasado, como muchos otros linuxeros, por un buen montón de distribuciones distintas a lo largo de los años, y a pesar de su encanto, ninguna de aquellas distribuciones lograba dar el salto al escritorio que Ubuntu intentó dar desde sus inicios.
Así que cuando llegó Ubuntu me convertí en un convencido absoluto de aquella filosofía que trataba de aparcar un poco esa orientación técnica. Ubuntu sentó las bases de lo que gradualmente otras distribuciones acabarían adoptando como filosofía propia: la de ponérselo fácil al usuario sin renunciar a toda la potencia que ofrecía el sistema operativo.
De hecho, el éxito le pasó factura a Ubuntu: la distribución se convirtió de forma fulgurante en la más popular de la historia de las distribuciones Linux, y eso pareció dar a los responsables de Canonical la ambición necesaria para ir más allá, para tratar de salirse de convencionalismos que habían quedado como paradigmas insustituibles de las distribuciones Linux.
El primero de esos convencionalismos fue, desde luego, el entorno de escritorio. Canonical introdujo en abril de 2011 su Ubuntu 11.04 Natty Narwhal, una distribución que por primera vez sustituía el shell GNOME por Unity, un desarrollo que ya había sido probado en ediciones previas (especialmente en aquella fugaz Ubuntu Netbook Edition/Ubuntu Netbook Remix).
Unity cambiaba totalmente el paradigma de usabilidad de Ubuntu, eliminando los tradicionales menús de inicio y la barra de tareas y utilizando un dock lateral desde el cual se controlaba la ejecución de aplicaciones y que se nutría de un lanzador rápido (el Dash) y de mejoras posteriores como un -en mi opinión- minusvalorado HUD que reforzaba el uso de atajos de teclado para todo tipo de acciones.
Pero Unity representaba un cambio demasiado grande para muchos usuarios. A los seres humanos no nos gusta cambiar -que se lo digan a Microsoft y a su Windows 8-, y a muchos usuarios de Ubuntu no les gustó la decisión. Aquello se sumaba a otras críticas anteriores -participación de Canonical en el desarrollo del kernel de Linux y otros proyectos Open Source, colaboración con Debian, entre otras- y a decisiones visuales -como cambiar el lado en el que aparecían los botones de maximizar, minimizar o cerrar ventanas- que parecían arbitrarios para la comunidad de usuarios.
Pero no eran decisiones arbitrarias para Shuttleworth y su equipo de diseño, que tenían muy claro su objetivo. Aquel paradigma de usabilidad -probablemente ni ellos lo intuían entonces- se convertiría en la base de un proyecto mucho más importante: el de lograr la convergencia entre distintas plataformas de dispositivos y hacer que Ubuntu funcionase de forma unificada y universal en PCs, portátiles, smartphones, tablets o televisores.
Pero aquel objetivo llegaría algo más tarde. Por el camino, como decíamos, había habido muchas decisiones polémicas. Que Launchpad -el sistema de gestión de proyectos Open Source utilizado por Canonical- se lanzara con componentes propietarios no ayudó a mejorar la imagen algo deteriorada de la distribución, pero tampoco lo hicieron decisiones aún discutidas como la introducción de resultados de Amazon -y de otros servicios- en las búsquedas de términos del Dash.
En Canonical han ido echando marcha atrás en muchas de esas decisiones (Launchpad adoptó la licencia AGPLv3 en julio de 2009, y la gestión de esos resultados es ahora más potente y permite evitar que se den resultados de Amazon, entre otros, si el usuario no los quiere), pero la gestión de la comunicación fue deficiente y parte de la comunidad se sintió traicionada a lo largo de esos años.
Eso hizo que otros proyectos con un enfoque más tradicional ganaran terreno, y entre todos ellos destaca Linux Mint, distro derivada de Ubuntu -a su vez derivada de Debian- que desde hace años es según DistroWatch la distro más popular entre los usuarios de este sistema operativo. Lo que no quiere decir, eso sí, que sea la más utilizada: según Canonical Ubuntu tiene el 90% de cuota en distribuciones Linux y cifra su éxito en 25 millones de usuarios de esta distribución. Esa es también una afirmación difícil de sostener, ya que no hay un sistema de referencia claro a la hora de medir el uso real de Linux, el número de descargas de cada distribución o la popularidad de cada distribución. De hecho, servicios como Net Applications o Statcounter, que sitúan la cuota de Linux en el escritorio en un escaso 1-2% se basan en el uso de navegadores en estas distribuciones, y de nuevo esas cifras pueden resultar inexactas para un mercado tan confuso como el de Linux.
Esa cuota esconde muchísimos avances que tanto Ubuntu como tras distribuciones y proyectos Open Source han ido logrando a lo largo de los años. En el caso de la distribución de Canonical es difícil no mencionar a Mir, su propio servidor de pantalla -otro ingrediente para la polémica, y que es pilar fundamental de ese futuro convergente-, su propia tienda de software -como en otros cambios, se sospechó de una fuerte influencia en todo lo que iba haciendo Apple- o su no menos importante foco en la empresa y en la nube, donde proyectos como Juju buscan su sitio en el mundo de los servidores y del Cloud Computing.
De hecho, la influencia de Ubuntu en el mundo Linux ha sido enorme, y hoy en día es la distribución que más distros derivadas tiene -por encima incluso de Debian-. A las variantes oficiales (Ubuntu GNOME, Kubuntu, Lubuntu, Xubuntu, Edubuntu, Mythbuntu, Ubuntu Studio e incluso la edición china, Ubuntu Kylin) y a su edición servidora -cada vez más popular- se le suman decenas de distribuciones no oficiales que tratan de aprovechar esa base para luego ofrecer características diferenciales. Aquí hay distribuciones para todos los gustos, pero por citar algunos ejemplos en distintos escenarios destacaría desde luego a Linux Mint, pero también a elementary OS o a Guadalinex.
Esa influencia no se ha hecho notar solo en el software, sino también en el hardware: Canonical ha sido la empresa que más ha tratado de ofrecer equipos de sobremesa y portátiles con Ubuntu preinstalado, una oferta que siempre ha sido mucho menor de lo que nos hubiese gustado pero en la que ha logrado implicar a fabricantes como Dell -con un apoyo desigual a lo largo del tiempo, pero en cualquier caso destacable-, Lenovo, HP, ASUS o System76.
La convergencia, la próxima frontera
Esa búsqueda por un lenguaje propio le ha valido no pocos enemigos a Ubuntu, que atrae tanta admiración como críticas. Algo especialmente peligroso entre la comunidad linuxera, especialmente pasional a la hora de expresar sus amores y sus odios por cualquier iniciativa, proyecto o decisión que afecte a su uso de este tipo de soluciones.
Así, son célebres las flame wars que se generan en torno a cuál es la mejor distribución, cuál el mejor entorno de escritorio o cuál es el mejor editor de textos. Disputas en mi opinión absurdas que no han hecho más que debilitar un ecosistema que debería haberse centrado en trabajar mucho más unido en lugar de dispersarse y en acabar demostrando la preocupante soledad del desarrollador Open Source.
Ubuntu ha tratado siempre de evitar esas disputas y de seguir su propio camino, y eso ha provocado que sus decisiones hayan generado una respuesta especialmente significativa. La última de ellas, la que a mi juicio es la más importante de toda su historia, es la que afecta a su idea de la convergencia.
En octubre de 2011 Mark Shuttleworth nos sorprendía a todos con aquel anuncio en el que soñaba con una Ubuntu que funcionase de forma transparente en PCs, portátiles, smartphones, tablets o televisores. Vislumbramos las posibilidades de esa convergencia con Ubuntu for Android, un proyecto que acabaría siendo ensombrecido por componentes verdaderamente críticos de esa estrategia como Ubuntu for Phones y Ubuntu for Tablets.
La idea de Shuttleworth era tan sencilla como prodigiosa: lograr que pudiésemos acceder a una entorno de trabajo y a unas aplicaciones que en todo momento se adaptarían a nuestros dispositivos. Podríamos usar Ubuntu en nuestros teléfonos adaptado a esas pantallas y la ausencia de un teclado físico, pero al conectar el teléfono a un monitor de gran tamaño, un teclado y un ratón esa sesión cambiaría para ofrecer una sesión convencional de Ubuntu. Las aplicaciones también adaptarían su aspecto al más puro estilo del 'Responsive Web Design', y con eso los usuarios conseguiríamos que nuestro smartphone fuera por fin nuestro PC.
Aquella visión volvió a darnos que soñar con Ubuntu Edge, aquel utópico smartphone que Canonical trató de fabricar previa campaña de financiación colectiva. La campaña no logró su ambicioso objetivo y el Ubuntu Edge -que yo reservé con toda la ilusión- acabó siendo abandonado como producto hardware. No así el proyecto software de esa distribución universal de Ubuntu, que sigue avanzando.
Lamentablemente ese avance está siendo mucho más lento de lo que desearíamos. Los problemas para hacer realidad ese sueño están siendo tales que el propósito inicial -el de tener una primera versión de ese Ubuntu en 2014- se ha tenido que postergar. No habrá Ubuntu convergente hasta al menos octubre de 2015, y a Canonical le ha salido un competidor importante: nada menos que Microsoft, que desde hace meses está adoptando el mismo camino y nos habla de un prometedor One Windows al que poco a poco le están sumando componentes.
Que Microsoft adopte esa misma filosofía convergente ya es en sí prueba de que algo deben haber hecho bien en Canonical. Puede que no lleguen los primeros, pero desde luego habrá que darles el beneficio de la duda. Lo que Canonical y su comunidad de desarrolladores y usuarios han logrado en estos 10 años es prodigioso: han tratado de acercar Linux al usuario de a pie, y con sus luces y sus sombras, han cambiado la historia de este sistema operativo para siempre.
Que no es poco. Felicidades.
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La noticia Ubuntu, diez años desde que Mark Shuttleworth rompiese el hielo de Linux fue publicada originalmente en Xataka por Javier Pastor .
Agradecemos a Javier Pastor
Fuente: http://bit.ly/1a8SV6e
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